Era una impresionante colección de libros clásicos que su abuelo había ido consiguiendo durante muchos años. La abuela le llamaba "la salita" pero no tenía nada que envidiarle a cualquier otra habitación de la casa. La pared forrada de estanterías y armarios de variados tamaños multiplicaba el espacio hasta un nivel insospechado.
Había preguntado alguna vez a su abuela porqué los libros de la biblioteca de la familia estaban tan desgastados y descoloridos. "No sé, hijo, la verdad es que tu abuelo ya los traía así" y añadió "Nunca le pregunté, eso eran cosas de tu abuelo". Parecía que nadie, a parte de él en estas largas vacaciones de verano en el pueblo, se había hecho en alto esa pregunta.
En realidad la incógnita era doble, porque tampoco se explicaba cómo un jornalero, reconvertido en el primer chófer del pueblo, había conseguido una biblioteca tan extensa, aunque fuera tan desgastada. No sabía muchos detalles del pasado, pero sí los fundamentales. La abuela le había contado algunos pasajes de la vida de entonces: "Los señoritos, a los que tu abuelo llevaba en el coche de Don Tomás, a veces le invitaban a las corridas en ferias. Tu abuelo era una persona muy querida".
Aunque el corazón le pedía resolver estas incógnitas, la cabeza le recordaba insistentemente la obligación de volver al libro de texto y sacarse de una maldita vez las condenadas matemáticas. Definitivamente él, como su abuelo, era más de letras.
Es posible que el tiempo, o su intuición, le contara al oído que "la salita" era fruto de la íntima amistad entre su abuelo y el librero y de cómo éste le vendía al costo los libros asolanados del escaparate. Pero de lo ya iba teniendo una idea clara es que esos libros, como su abuelo, aunque con piel ajada y castigada por el sol guardaban un tesoro dentro de ellos.
Había preguntado alguna vez a su abuela porqué los libros de la biblioteca de la familia estaban tan desgastados y descoloridos. "No sé, hijo, la verdad es que tu abuelo ya los traía así" y añadió "Nunca le pregunté, eso eran cosas de tu abuelo". Parecía que nadie, a parte de él en estas largas vacaciones de verano en el pueblo, se había hecho en alto esa pregunta.
En realidad la incógnita era doble, porque tampoco se explicaba cómo un jornalero, reconvertido en el primer chófer del pueblo, había conseguido una biblioteca tan extensa, aunque fuera tan desgastada. No sabía muchos detalles del pasado, pero sí los fundamentales. La abuela le había contado algunos pasajes de la vida de entonces: "Los señoritos, a los que tu abuelo llevaba en el coche de Don Tomás, a veces le invitaban a las corridas en ferias. Tu abuelo era una persona muy querida".
Aunque el corazón le pedía resolver estas incógnitas, la cabeza le recordaba insistentemente la obligación de volver al libro de texto y sacarse de una maldita vez las condenadas matemáticas. Definitivamente él, como su abuelo, era más de letras.
Es posible que el tiempo, o su intuición, le contara al oído que "la salita" era fruto de la íntima amistad entre su abuelo y el librero y de cómo éste le vendía al costo los libros asolanados del escaparate. Pero de lo ya iba teniendo una idea clara es que esos libros, como su abuelo, aunque con piel ajada y castigada por el sol guardaban un tesoro dentro de ellos.
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